Ese viernes 23 prometía ser un día intenso. Habíamos estado hasta la una de la mañana del viernes platicando con (mejor dicho: escuchando a) David Huerta y la camioneta salía ese mismo día a la una de la tarde con rumbo a Tlaxcala. Las instrucciones que dejó Iván, productor del Calendario, coordinador del evento, colega y amigo entrañable, eran precisas: había que salir en punto pues debíamos llegar a hacer el único ensayo antes de la presentación. Tal puntualidad quedó a nuestra discreción, ya que él viajó desde el jueves a Tlaxcala; sin embargo, conociendo a Iván, había que ajustarse lo más posible. La sede del Colectivo Poético Cardo lucía como otros días de viaje, llena de maletas y expectación. Doña Lupita y Raquel, Tania y Gilberto, María y Gonzalo, Soledad y María Luisa esperaban a Gustavo mientras las chicas elegían los rákuris que usarían en la pasarela y cortaban el quiche de verduras varias que Soledad preparó para el camino. Faltaban en esa feria Prema, Amaradás y Juan que habían salido más temprano. Francisco, el chofer que Helena Hernández envió con todo y van para llevarnos a Tlaxcala, nos ayudó a acomodar el equipaje y, llegado el último pasajero (que viajó en el maletero por tardista), partimos rumbo a la calzada Ignacio Zaragoza que resultó no tan sufrida como temíamos. Queda el registro fotográfico y en video de la salida y el traslado y las conversaciones que ahí se tuvieron. Tlaxcala apareció antes de lo esperado, con sus casas coloniales, su zócalo lleno de jardines y rodeado de gigantes enanos, su kiosko de encaje, sus portales repletos de mesas, el Palacio Municipal de arcadas moriscas y nuestro destino: el Museo de Arte de Tlaxcala. Cuál no sería nuestra sorpresa al vernos colgando ahí, en sendos pendones de cinco por dos metros, cubriendo la fachada del Museo. “¿No nos irán a apedrear?” nos preguntamos, “el gobernador del estado es panista”. Pero todavía nos faltaba conocer en persona a nuestra anfitriona. Iván había dejado instrucciones de que nos llevaran al hotel y de encontrarnos en el Museo a las cuatro de la tarde. Una vez instalados y desempacado el ajuar de los participantes, iniciábamos en tiempo la reunión de trabajo donde Iván nos iba explicando, ya en conjunto, lo que nos había enviado por correo a cada uno semanas antes. Ahí llegó Alan, Director de Programación del Museo y Helena, la Directora, nuestra anfitriona, mujer enérgica y de excelente humor, cuya oficina estábamos invadiendo, osadía que respondió con una tanda de riquísimas tortas y un enorme plato de frutas. La recepción no podía ser más fraternal y afectuosa: inmediatamente nos sentimos en casa. Helena bromeó respecto a la pulsión organizadora y comunicativa de Iván: “Nunca me habían escrito tanto. Estoy encantada”. Como de costumbre, el plan estaba detallado con lujo de detalle: video, música, tiempo. Cada quien tenía el guión de sus participaciones, sus temas, su vestuario... No deja de ser sorprendente la precisión con que nuestro productor concibe y aterriza los proyectos y cuya energía transmite a quienes trabajan con él. Esta no fue la excepción. El personal del Museo iba y venía ajustando los últimos detalles técnicos, colocando luces alrededor de la pasarela y al pie de los pendones. “Una señora vino a preguntar en la mañana qué era exactamente lo que íbamos a presentar porque su hijo adolescente quiere venir y no sabe si dejarlo o no”, comentó Helena. Las fotografías mostradas en la fachada no eran muy tranquilizadoras. “No se preocupe, señora, es un espectáculo clasificación A”, debió ser la respuesta. Empezamos el ensayo, expectantes de la llegada del grupo Cronovo, con quienes compartiríamos el escenario. Luego supimos que ellos también estaban expectantes, no por conocernos, sino por saber qué eran los rákuris. Divertidos, confesaron por la noche su teoría más sólida: debía ser una prenda tipo dominatrix. Apenas si nos vimos con ellos y ya no hubo tiempo para ensayar juntos, pues el reloj empezó a correr más rápido y nosotros teníamos que correr al hotel a prepararnos para la presentación del Calendario del Cardo Fashion Weekend.
Estamos en México, decíamos, aquí nada empieza a la hora. No contamos con la puntualidad inglesa de Iván, pero él si contaba con nosotros y había preparado un entremés de fotografías y música con que encontramos entretenida a la multitud que se había congregado en la explanada frontal del Museo. Los chicos de Cronovo estaban listos, ataviados y con sus herramientas: una escalera plegable, una máquina de escribir, un altero de libros, cuaderno y pluma... Dos horas duró la presentación que no voy a describir para no arruinarles el video y las fotografías, disponibles en breve; solamente diré que el azar y el compromiso de los participantes (actores y técnicos) hizo que esa lluvia de imágenes, poemas, rákuris, luces fosforescentes y de flash mantuviera el entusiasmo de un público que se aglutinaba, incluso, al otro lado de la calle y que presenció la obra de teatro express, escuchó la historia de Cardo, las peripecias y concepción del Cardo Fashion Weeekend y contempló los videos que se habían preparado para esa noche, en la que se rifaron diez calendarios y tres rákuris entre quienes identificaron dos versos en los poemas que, literalmente, les habían caído del cielo. No sólo fue generoso el público en su atención y aplauso: después de la recepción que ofreció el Museo, Patricia y su hija Jacqueline abrieron para nosotros su restaurante y nos agasajaron con una cena deliciosa. Ya nos esperaban los chicos de Cronovo para seguir el festejo y fue grande nuestra sorpresa al ver a dos de ellas ataviadas con sendos rákuris y encontrar, en el lugar a donde fuimos a bailar, a otra joven luciendo la prenda: su novio la había ganado para ella en el sorteo. Debería decir que la pachanga estuvo de antología, pero en honor a la verdad estábamos muy cansados, la música no daba para mucho y a pesar de la energía y el ambiente que traían los Cronovos, nos fuimos a dormir antes de las dos de la mañana.
Al día siguiente aprovechamos para ir a pasear un poco por la ciudad, antes de la comida que nos prepararía Helena en su casa. No alcanzamos boletos en el precioso camión que ofrece un recorrido por la ciudad y sus alrededores, así que armados con un mapa y muy poco tiempo, emprendimos el ascenso al convento franciscano de la Asunción en cuyo atrio, escuchamos, se representó la primera obra eclesiástica en náhuatl y donde se iba reuniendo un ramillete de niñas ataviadas para su primera comunión. Adentro del templo notamos con pena que las tareas de restauración habían dado cuenta de las pinturas murales, visibles en algunos desconchados del blanco aplanado. No obstante, el alto techo de vigas de madera a dos aguas, tachonado con estrellas doradas, lucía tan bello como sorprendente el cura, cuya tira púrpura ostentaba bordados regionales. Desde la reja exterior del convento contemplamos una colorida plaza de toros, de construcción más reciente. Ascendimos por una escalinata al costado de la Asunción, también contemporáneo pero cuyo último tramo delata su antigüedad en las piedras añosas, la altura de los escalones y las viejas lápidas colocadas al costado. En la cima, tristemente abandonada, la capilla de El Vecino. De ahí enfilamos rumbo al Palacio Municipal; la plaza principal nos recibió con un festival de son huasteco y la estampa viva de una mujer enseñando a bailar a su hija pequeñita. No tardamos en unirnos al baile pero, dada la rígida dictadura del tiempo, seguimos nuestro trayecto hasta la profusión de pinturas murales al fresco, obra del artista tlaxcalteca Desiderio Hernández Xochitiotzinque, que adorna sin descanso el interior del Palacio Municipal, representando la historia del pueblo tlaxcalteca desde su origen indígena hasta la época moderna. El acicate de Cronos nos sustrajo a la explicación del guía, nos permitió apenas asomarnos al interior verde y amarillo de la Parroquia de San José , cuya cúpula blanca habíamos avistado desde la Asunción, de donde partimos dejando atrás al coro de feligreses entonando el Mea Culpa.
Ya nos esperaban los coches que nos llevarían a la casa abierta y generosa como su anfitriona donde, en deliciosa reunión, con igualmente deliciosos entremeses, pizzas y ensalada preparados por Helena y Pedro, gozamos del talento con que Tania, Francisco y Sofía, Cronovos con quienes pudimos finalmente departir, nos ofrecieron poemas ingeniosos y bellos, con sus voces educadas y su luminosísimo entusiasmo por la poesía. Ahí mismo conocimos a una fotógrafa estadounidense y mujer extraordinaria, Athi Mara Magadi, que blandió de inmediato su cámara para retratarnos en grupos grandes y pequeños mientras duraba esta magnífica luz, y que luego compartiría con nosotros pasajes de sus experiencias de vida, entre esposos, amantes y Massai, sí, Massai que la invitaron a fotografiar una ceremonia de circuncisión y con quienes vivió y aprendió suahili y de donde fue deportada por razones que no alcancé a escuchar porque yo venía de otra conversación. Larga, interesante y amigable fue la charla de esa tarde de sábado, en la que teníamos la sensación de llevar mucho tiempo ahí aunque apenas habíamos llegado ayer, día cuya promesa de intensidad quedó desbordada por la profusión de lazos amistosos que se tejieron y la cantidad de proyectos que seguramente nos llevarán de regreso periódicamente a la generosidad de la gente y la belleza de la ciudad de Tlaxcala.
viernes, marzo 30
miércoles, marzo 21
lunes, marzo 12
Décimas de nuestro amor
III
Por el temor de quererme
tanto como yo te quiero,
has preferido, primero,
para salvarte, perderme.
Pero está mudo e inerme
tu corazón, de tal suerte
que si no me dejas verte
es por no ver en la mía
la imagen de tu agonía:
porque mi muerte es tu muerte.
Xavier Villaurrutia
Por el temor de quererme
tanto como yo te quiero,
has preferido, primero,
para salvarte, perderme.
Pero está mudo e inerme
tu corazón, de tal suerte
que si no me dejas verte
es por no ver en la mía
la imagen de tu agonía:
porque mi muerte es tu muerte.
Xavier Villaurrutia
jueves, marzo 1
Cada tanto recibo una llamada telefónica que transcurre más o menos en los siguientes términos:
‑Buenas tardes. Disculpe: ¿El señor Cobos?
‑No vive aquí.
‑Disculpe: ¿Es el 5555-5555?
‑Si, señora. Ése es el número.
‑¡Qué raro! Disculpe.
La primera vez que respondí a la búsqueda del señor Cobos la conversación fue alucinante, surrealista. La mujer al otro lado de la línea me describió al señor Cobos y su oficio, hizo un relato de las veces que le salvó la vida a su refrigerador o revivió una lavadora y terminó pidiéndome que la ayudara a encontrar a este milagrero de los electrodomésticos. Yo navegaba entre la exasperación, el aturulamiento y la ternura infinita que me despierta la voz que busca entre las líneas telefónicas al señor Cobos. Terminé disculpándome, apenada, y sintiéndome realmente impotente frente a la necesidad de mi interlocutora.
Las llamadas se repiten de tanto en tanto, como si la mujer al otro lado del aparato esperara que el tiempo restituya al señor Cobos en mi auricular o que me convenza de comunicarla con él. Tal vez si yo misma elijo un número al azar y lo marco de tanto en tanto preguntando por este personaje y después de algunos meses quien me responda hace lo mismo, aparezca el señor Cobos. Otra cosa sería saber entonces, una vez hayado, quién lo buscaba al principio.
‑Buenas tardes. Disculpe: ¿El señor Cobos?
‑No vive aquí.
‑Disculpe: ¿Es el 5555-5555?
‑Si, señora. Ése es el número.
‑¡Qué raro! Disculpe.
La primera vez que respondí a la búsqueda del señor Cobos la conversación fue alucinante, surrealista. La mujer al otro lado de la línea me describió al señor Cobos y su oficio, hizo un relato de las veces que le salvó la vida a su refrigerador o revivió una lavadora y terminó pidiéndome que la ayudara a encontrar a este milagrero de los electrodomésticos. Yo navegaba entre la exasperación, el aturulamiento y la ternura infinita que me despierta la voz que busca entre las líneas telefónicas al señor Cobos. Terminé disculpándome, apenada, y sintiéndome realmente impotente frente a la necesidad de mi interlocutora.
Las llamadas se repiten de tanto en tanto, como si la mujer al otro lado del aparato esperara que el tiempo restituya al señor Cobos en mi auricular o que me convenza de comunicarla con él. Tal vez si yo misma elijo un número al azar y lo marco de tanto en tanto preguntando por este personaje y después de algunos meses quien me responda hace lo mismo, aparezca el señor Cobos. Otra cosa sería saber entonces, una vez hayado, quién lo buscaba al principio.
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