El culmen del pensamiento abstracto es la matemática. El campo en el que, desde la realidad más real, crecen cifras que pueden significar por sí solas, volar sin alas y anidar en los árboles del pensamiento, y concebir desde ahí universos posibles, ideales, intangibles. El mejor de los mundos.
El culmen del lenguaje, por sí mismo cima de la abstracción, es la poesía. Ese cielo imposible donde se puede escuchar sordo y hablar callado, donde el desayuno es un sol gemelo y los bosques, cúpulas de pájaros. El mejor de los mundos.
Al campo de la matemática y al cielo de la poesía, mejores mundos, se entra por gusto, por voluntad, y, con suerte, puede habitarse en ellos con cierta comodidad; aunque del segundo, la poesía, cuando se pone uno demasiado cómodo, usualmente resulta expulsado. Bien lo dice Carlos de la Cruz en el prólogo de este libro: si la poesía no es toro, es sangre sobre el ruedo.
Y en el vértice originario de esos dos mundos, esta máquina perfecta de ridículo comportamiento: el ser humano. Podría hacer aquí una disquisición sobre la capacidad del hombre de concebir el mejor de los mundos y construir el peor para habitarlo, pero esa es plática de café.
Ese vértice somos, punto de confluencia de otro montón de mundos mejores y desmejores, amalgama de engranes carnados que palpitan y cuyos pálpitos han sido casi todos decretados inmorales o ilegales. Hay que enterrar los pálpitos, los pálpitos son malos, cállense ya pinches pálpitos.
Porque unos pálpitos son síntomas de otra abstracción de abstracciones: el amor, cúspide de la emoción, selva indómita, tumba del razonamiento. Ya lo dijo el maestro Dylan: no se puede amar y ser sabio a la vez. Sigamos, digo yo, muriendo en el intento. Y sí, es también el mejor de los mundos.
Intentando aterrizar este armatoste de abstracciones, quisiera leerles un apunte que atesoro, de puño y letra de Silencio, cuando aún siendo Guillermo y Eduardo, no era todavía el autor de este libro. Estábamos en la plaza de Santo Domingo, en el umbral del micrófono, en lo que sería la primera lectura en público de Guillermo y a la postre semilla de este encuentro festivo.
La convolución dice que cuando dos funciones se combinan dan algo más. Como lo que fuimos. Si mi vida y tu vida se representaran con una ecuación, tal vez te podría explicar, y lo que fue podría simularlo y lo podría ver en una pantalla.
Difícilmente puedo explicar el entusiasmo que significó para mí el encuentro con esta poética, confluencia de mundos mejores. En ese apunte empezaba a escribirse ya este libro, y él, Guillermo, miraba el mundo a través de ecuaciones y gráficas, de funciones, como si un beso, una flor, la lluvia o las lágrimas pudieran representarse en matrices numéricas. Se puede, me dice cada entierro clandestino. Hay curvas para grandes y para chicos: el movimiento pendular de un columpio y de un ahorcado; hipérboles literaria, matemática y sensorial.
De las matemática a la química, a la física cuántica, a la robótica, a la erótica, a la neurótica, a la astronomía, a la mitología, Entierros clandestinos revela una fosa común de pálpitos impúdicos y gozosos, sádicos y masoquistas, pálpitos libérrimos y solitarios, un yoísimo palpitante que no duda frente a ningún umbral y que conoce el infinito en carne propia, y que no acepta la eternidad como parámetro de espera.
Que conste que dije yoísimo y no yoísmo. Este último resulta aburrido, unidimensional, a lo más, cero de dos dimensiones. El yoísimo que palpita en el fondo más abstracto de este clandestino entierro se me figura una de esas funciones que tanto le gustan a Guillermo; una curva de Agnesi, tal vez, área de perímetro infinito.
En este libro, ejemplo demostrativo de los mejores mundos, el autor reconoce que las ecuaciones son irresolubles y que explicarlo todo matemáticamente no resuelve la existencia, muchas veces absurda. En el extremo, Entierros clandestinos es un libro de amor, pálpito vitalísimo alrededor del cual suena la armonía positrónica del Silencio.