(...) en su propia relación con los bárbaros toda civilización lleva inscrita la idea que tiene de sí misma. Y que cuando lucha con los bárbaros, toda civilizción acaba eligiendo no la mejor estrategia para vencer, sino la más apropiada para confirmarse en su propia identidad. Porque la pesadilla de la civilización no es ser conquistada por los bárbaros, sino ser contagiada por ellos: no es capaz de pensar que pueda perder contra esos andrajosos, pero tiene miedo de que luchando pueda salir modificada, corrompida. Tiene miedo a tocarlos. Así a que tarde o temprano a alguien se le ocurre la idea: lo ideal sería poner una buena muralla entre nosotros y ellos.
(...) Así que esto es lo único que estamos autorizados a pensar sobre la Gran Muralla: no se trataba tanto de un movimiento militar como mental. Parece la fortificación de una frontera, pero en realidad es la invención de una frontera. Es una abstracción conceptual fijada con tal fimeza e irrevocabilidad que llega a convertirse en un monumento físico e inmenso.
Es una idea escrita con piedra.
La idea era que el imperio era la civilización, y todo lo demás, barbarie, y por tanto no-existencia; la idea de que no existían seres humanos, sino chinos de un lado y bárbaros del otro; la idea de que ahí en medio había un confín: y si el bárbaro, que era nómada, no lo veía, ahora iba a verlo: y si el chino, que estaba atemorizado, se olvidaba del mismo, ahora se acordaría de él. La Gran Muralla no defendía de los bárbaros: los inventaba. No protegía la civilización: la definía.
Alessandro Baricco, "La Gran Muralla", en Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, Anagrama, Barcelona, 2008, pp. 205-206.
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