Cuando no andaba viajando entre países y continentes, a mi padre le gustaba treparnos al coche y llevarnos a algún paraje remoto que había visto en una revista. Y allá iba, con su coro de puras mujeres; agarraba primero la autopista, luego una carretera, después terracería y algunas veces terminamos dejando el coche estacionado al final de una brecha para continuar a pie, detrás de él que decía: "Por acá se oye el río". Ahí desempacábamos la comida, las hamacas, sacábamos pelotas, cometas, barquitos. Después de la comida nos repartíamos entre las que siesteaban, arrullándose en las hamacas, y las que emprendíamos a campo traviesa pegadas a los talones de mi papá. "Conozcan su país", nos decía. "Ese sembradío es de alfalfa; este otro es frijol; aquel, tabaco... Este árbol... la cantera... los tigrillos de monte..."
Cuánto extraño, en estos años de regresar a esos paisajes en autobús, su voz diciéndonos el nombre de los árboles, sus leyendas. Extraño bajar la ventanilla, sacar la mano y navegar. Extraño la sensación de cerrar los ojos, alzar los brazos y dejarse atravesar por una ráfaga de viento. Pensar en lo imposible que son ahora esas aventuras. Una familia acampando sola en medio de un playa remota.
En enero me dí un gusto que tenía pendiente hace muchos años. Organicé las cosas en la oficina, en mi casa, y sin decirle a nadie compré mis boletos por internet: México-Puerto Escondido-México. Empaqué y entonces le avisé a mi hijo que salía de viaje. Todo el camino de ida, con la cabeza pegada a la ventanilla, me acompañó el bullicio de los viajes familiares y una vez más pregunté a los árboles sus leyendas, sus nombres, buscando la voz de mi padre. En algún momento me desperté con la sensación de que el autobús se había detenido en medio de la carretera; miré la hora: cuatro y media de la mañana. De repente, el paisaje evocador cobró todo su significado presente.
Me tranquilizó observar detenido todo el tránsito de la carretera; había camiones de carga, autos particulares y más autobuses de pasajeros. Sin embargo, esa hora que tardaron en atender un accidente automovilístico sin consecuencias mayores fui incapaz de recuperar la familiaridad del paisaje. Las recientes declaraciones del obispo de Pochutla me erizaban la nuca. Lo último que leo de ese momento en mi bitácora de viaje: "Tenemos más de media hora detenidos y a oscuras. No me gusta." Fue hasta Puerto Escondido y luego en Zicatela donde me reencontré con la vieja sensación.
Ese enero estaba lejos de muchas cosas y tal vez si supiera lo que sé ahora no me habría aventurado a ese viaje, sola. A la distancia me siento afortunada por hacerlo. Me pregunto si en alguna de esas aventuras familiares a mi padre lo asaltó alguna sensación de inseguridad, más allá de los elementos naturales, como aquella vez que, bañándonos en un río en Chiapas, nosotras muy niñas, metros arriba se acercó a la corriente un tigrillo despistado. Imagino que, sinaloense y líder agrarista en los 30, mi padre sabía que nuestras excursiones no representaban riesgos extraordinarios. Me pregunto: si viviera ¿cómo sería para él no poder agarrar carretera y manejar en relevos con mi madre (si también viviera), al Espinazo del Diablo, a Reynosa, a Los Mochis, las hijas cantando o dormidas?
Cuando mi padre no andaba viajando entre países y continentes, o trepándonos al coche para emprenderla a campo traviesa, arreglaba el jardín, construía un horno. No hubo semilla o mezcla que no llevara nuestros huellas infantiles. Imaginaba el mundo para nosotras. Extraño cerrar los ojos, alzar los brazos, atravesar una ráfaga de viento, sacar la mano, navegar.
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