Aunque los días previos tuvieron lo suyo entre noticias, llamadas, correos y visitas, oficialmente la historia comienza el jueves a las 2:30 de la tarde, con el descorche de la primera botella. Cuentan que comida, vino y música eran abundantes; abundante también la asistencia y aunque algunos esperados no llegaron (se les extrañó, qué duda cabe), concurrieron tantos y tales personajes que por un momento pensé que era la fiesta del juicio final, donde todas las épocas (y yo agregaría, varias dimensiones) confluyen para dar y pedir cuentas. Aquí se daban y pedían tragos, tamales (¡qué tamales!), cigarros, bailes y todavía no sé si corazones. Cuando al presentar a dos amigos me encontré diciéndoles "Si ustedes dos se conocieran se caerían muy bien" caí en la cuenta de que quizá me había tomado dos mezcales menos de los que merecía la fiesta (y de los que merecía el propio elixir, desempacado directamente del agave oaxaqueño a mi coleto).
A qué hora se fueron los que se fueron y se quedaron los que se quedaron, no lo sé decir. A lo mejor se fueron todos y las voces y bailes y brindis que sonaron todavía hasta la medianoche del viernes hayan sido ecos de la fiesta... creo que en realidad pudo ser la realización de la mejor idea de convivencia entre seres humanos modernos jamás anhelada. No hubo registro del alma, del cuerpo o de la voz que no se rindiera. Cuando al acabar un estribillo me encontré gritando: "¡Qué chingón se siente estar vivo!" cruzó fugazmente la idea de que tal vez había más chelas de lo conveniente. Afortunadamente fue solo un pensamiento fugaz y además ¿qué es lo conveniente?
El sábado no había más que fantasmas, creo. Tres de ellos vagaron por las calles del Centro, explorando otros registros del alma y de la voz... pero esas historias sonarán mejor entre estrellas de lumbre y tal vez con las imágenes del silencio. Todo ese ferviente caudal desembocó en un remanso menos agitado, pero no menos intenso, donde otra vez (qué dispersos) armamos nuestro circo de tres pistas. Entre el baile y la charla, con los cuerpos cansados y las palabras ávidas recibimos el domingo con un ferviente deseo de que el tiempo se detuviera para siempre en esa plenitud. A las 2:30 de la mañana bajamos la cortina (si, me acabo de dar cuenta de la coincidencia con la hora, pero juro que no hay ninguna pulsión estética).
Gracias, pues, a todos los que prepararon, fueron, mandaron, desearon y pensaron la fiesta del quince. Gracias a todos los que se entregaron a la parranda y compartieron baile y charla. Ojalá estén también compartiendo la alegría del recuerdo. Y la cruda.