jueves, junio 26

Está cabrón, explotó. Estoy viviendo para trabajar en lugar de trabajar para vivir. Con muchas palabras más y muchos más decibeles, eso dijo. Y es curioso porque justo hoy antes de salir de casa, exhausta a pesar de que el día recién comenzaba, me detuve apenas para echar una mirada a mi casa y pensar, mientras bajaba corriendo las escaleras, hace cuánto que no saco a mi perro, que no riego mis plantas, que no como, desayuno o ceno en casa. Y sí, está cabrón. Pero todavía me acuerdo cuando trabajaba en el despacho de la Roma. Tenía tiempo para leer, para escribir, para revisar el periódico, para pensar, para detenerme a pensar en lo difícil que era pagar la renta. Para escribir algo más que una reflexión superficial sobre la convicción que tengo de que no hace falta reencarnar para tener más de una vida, y que en cada vida se sufre y se disfruta y algo se aprende para la siguiente aventura. Pero hace falta tiempo para detenerse a pensar en eso. Y ahora no tengo tiempo.

viernes, junio 13

Hace rato que me dosifico la muerte.
Guiños que me dejan viviendo sin canarios,
sin escobas.

Besos de muerte que mutilan las anginas,
un trozo de piel,
una madre.

Me he dado probadas de muerte
al abordar un camión,
tomando una calle nueva.

Me doy muertecitas de cine,
de aire apenas.

Tendría que probar la muerte a sorbos lentos si humea aún
la vela,
el adiós.

Debo apurar la muerte a bocanadas,
inyectarme muerte en las muñecas,
en las pupilas.

Quiero emprenderla a muerte todos los días,
cada saludo
cada uno de los abrazos.

Concibo la muerte,
la imagino, apenas,
planeo la muerte.

Encuentro la muerte en mis fotos,
respiro muerte
me sé muerta en cada célula.

Hago de todo una sola muerte.
Muero la palabra,
el pensamiento,
muero el sueño,
muero
y muero
hasta tener el vacío
ridículo
de la muerte.


Abro los ojos, miro el techo,
percibo el aire moviendo la cortina.
Siento dos manos,
el pecho,
la cintura,
el sexo,
dos piernas largas.
Siento mi casa.
Voy a habitarme.

viernes, junio 6

Es que me cae que a veces sí es demasiado. Como si el pinche destino estuviera empeñado, me lleva el carajo, en que uno crezca, y no importa lo que se haga, que haga uno como que la virgen le habla... no alcanzan las once mil vírgenes y el pinche destino le agarra a uno la cara para mirarlo fijamente a los ojos. ¿Han visto los ojos del destino? Es que a veces me cae que sí se pasa, el destino, con sus ojos tornasoles (como los del gato Fulgencio, azules si se pone romántico; blancos, si le gana la furia). Tan chido que puede ser, el pinche destino. Lo he visto mecer amoroso los minutos que se demoran en su regazo, detenerse a contemplar un árbol después de la lluvia. Y luego, con rapidez de esquizoide te atenaza la barbilla y te escupe un par de verdades a la cara, y su aliento es más apestoso que un domingo de mala cruda. Pinche destino. Es como gachupín de tendajón de pueblo: todo lo apunta y le va sumando intereses, y uno va y recibe una sonrisa, y el día menos pensado le sorraja a uno toditita la cuenta. Y a veces sí, me cae que sí, resulta demasiado.