domingo, enero 24

Esa noche su espalda tenía el frío de la lápida
pero ni él ni yo lo supimos.

Él porque durmió con la ilusión de la tibieza;
yo, porque aún no conocía la muerte.

Él yace en su colina arbolada.

A mí, desde entonces,
se me acumulan los cadáveres.

domingo, enero 17

Nunca le pregunté si podía, si quería
fue conmigo a todos lados sin chistar:
a la escuela, a la marcha, al escenario,
a la madrugada, de tarde,
cada día
fuimos a todos lados
él conmigo y yo con él
despertamos juntos
asombro
curiosidad
pena.

Ahora reniega ya,
gruñe.
Yo le hablo quedito,
lo convenzo, con calma,
con paciencia,
y casi siempre lo logro.


Pero cada vez con más frecuencia me pregunto
qué pasará cuando ya no me quiera escuchar
mi cuerpo.

domingo, enero 10




Voy a hacer una niñería, le dije, usted sabrá disculpar. Solté bolsa, guaraches, gorra, lentes... Descalza, corrí con gran deleite sobre la amplisima pradera, sobre el pasto húmedo y, para gran sorpresa de mi ya no joven humanidad, hice dos vueltas de carro. Un poquito avergonzada de mi misma, pero también jubilosa, volví a recoger mis cosas. Varios pasos después me di cuenta de que no traía mis lentes puestos. Agarré la bolsa, guaraches, gorra... y no supe dónde dejé los lentes. Al final aparecieron, gracias al ojo avisor de Fernando (yo, además de miope, estaba a punto de las lágrimas); pero esto viene a confirmar mi afirmación recurrente: el destino me toma demasiado literalmente, y tiene un sentido del humor más bien retorcido.

domingo, enero 3

Fue una lástima que no hubiera sabido más sobre dragones. Eso le hubiera salvado la vida cuando se encontró con aquel joven dragón.

Hubiera sabido, por ejemplo, que los dragones, por ser tan viejos, son sabios. Esto significa algo no tan claro: no son buenos ni malos. Los dragones son.

Hubiera sabido también que los dragones conocen como nadie los recovecos del lenguaje, por eso nunca hay que hablar con un dragón. Huir a todo galope (uno no se encuentra con un dragón a menos que vaya a caballo) o cortarle la cabeza de un tajo (sobre esto hay otras versiones, pero esta sirve).

Y ya puestos a conversar, hubiera sabido que cuando uno habla con un dragón debe mirarlo fijamente a los ojos. Hubiera sabido que el brillo en los ojos de los dragones cambia de color según las intenciones del dragón.

Claro que este dragón tampoco sabía mucho sobre los humanos, pues entonces hubiera sabido que éste en particular entabló conversación con él no porque fuera muy ducho, sino justamente por lo contrario: era un completo ignorante en materia de dragones.

Tampoco hay que culpar demasiado a este ser humano: el dragón era en verdad hermoso. Bueno, concedamos un poco: uno no encuentra a un dragón todos los días, así que topárselo así, de buenas a primeras, mientras se va disfrutando del fresco y del paisaje, debe dejarlo a uno por lo menos atónito.

Eso le pasó a nuestro personaje.

Imaginen un ser que cuando abre la boca expele volutas de humo de todos los colores, que oculta su mirada bajo unos párpados tornasol, como espejos, donde danzan los reflejos del follaje y el sol.

Imaginen la textura de su piel después de una lluvia ligera, las gotas de agua pendiendo como esferas cristalinas en su pelaje suave (recuerden que este era un dragón muy joven, tanto, que todavía no criaba escamas).

Imaginen también la sorpresa del dragón cuando se topó con este humano que no huyó ni empuñó espada alguna, sino que prácticamente recargaba su mandíbula inferior en el cuello de la montura, tan grande era su asombro.

Si nuestro personaje hubiera sabido más de dragones habría entendido el destello esmeralda en los ojos del dragón, que disimuló de inmediato. Su esencia felina (los dragones poseen en su ser las esencias de todos los seres del universo) se había manifestado: nuestro héroe había despertado la curiosidad del dragón. Así que adoptó la postura más cómoda y confiable, y con su voz profunda y bella inició la conversación como al descuido.

Hay que decir que nuestro personaje tuvo mucha suerte: era tan inocente su forma de mirar el mundo que incluso, aunque tartamudeando un poco, se tomó el atrevimiento de disentir de su contertulio. Con esta osadía convocó la infancia del dragón, cuando él mismo dudaba de la opinión de los otros dragones.

En resumidas cuentas, el dragón se divertía y recordaba cosas que creyó olvidadas hacía siglos.

La conversación duró mucho tiempo; años, tal vez. Duró tanto que nuestro personaje se apeó de su caballo. Si hubiera sabido más sobre dragones, habría entendido que con eso firmó su sentencia de muerte.

Sin embargo, no todo acabó mal: el dragón no lo devoró. Enterró sus restos al pie del árbol bajo el cual se dio la conversación, y que en el transcurso había crecido alto.

Si nuestro héroe hubiera sabido más sobre dragones no existiría ahora este árbol inmarcesible que puede contarle a quien sepa escucharlo los secretos más secretos de los dragones.