Las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables; la emoción (affectus) ocasiona un quebranto momentáneo de la libertad y del domino sobre sí mismo. Ella los abandona y encuentra su placer y satisfacción en que sean sus esclavos.
Kant
lunes, agosto 27
miércoles, agosto 22
Un sábado con Murphy
Eran las 8:30 de la mañana y todo parecía ir sobre ruedas. Había llamado el día anterior a Lumen para asegurarme que tendríamos disponible el servicio de impresión digital y reproducción desde las 9, para estar listos a las 10:30 en la Glorieta de Colón con el material para los asambleístas. Buen flujo vehicular, buen humor a pesar del sábado hipotecado en la chamba.
Eran las 9:15. Llegamos a República del Salvador y la imagen de la calle cerrada, levantado el asfalto y las banquetas, atiborrada de maquinaria y tubería, empezó a darnos comezón. Entramos por Venustiano Carranza, encontramos un estacionamiento relativamente cerca, y nos dispusimos a atravesar ese singular pantano urbano en que estaban convertidas las calles sin la seguridad del cemento bajo los pies. Lumen estaba abierto, como habían prometido, así que la reciente aventura entre el fango prometía ser la única de la mañana. "Buenos días, necesitamos una impresión digital". El hombre apenas detuvo su trajinar entre las mesas detrás del gran mostrador. "¡Uy! No ha llegado el encargado. Como a las 11 llega, yo creo". "Nos dijeron ayer por teléfono que abrían desde las 9". "Pues sí, pero no ha llegado. Busque al joven de la camisa azul". Con esas señas fuimos a buscar al gerente.
Todavía sin perder la urbanidad, pero ya alarmados, le explicamos nuestro apuro:
-Tengo dos turnos, nos explicó, y el muchacho de la mañana no ha llegado.
-Hablé por teléfono ayer y me dijeron que sí tenían el servicio desde las 9.
-Sí hay el servicio. Pueden esperar a que llegue el encargado.
-Necesitamos 100 reproducciones para antes de las 10:30 de la mañana. Ayúdenos a resolver este asunto.
-Pues no ha llegado el chavo y no es mi culpa.
Ni un intento por localizar al "chavo" o por ver si él mismo podía operar el equipo. Solo le faltó rascarse la barriga y su mirada de "háganle como puedan" terminó con mi ánimo constructivo. Gustavo se me adelantó: "No manches. Yo quiero trabajar aquí", disparó y salió del establecimiento.
No teníamos plan B y ahora transitar por entre los charcos y las tripas de PVC no resultaba tan divertido. El reloj corría delante nuestro y la misión de tener el material a tiempo y mínimamente presentable parecía imposible. En el camino se nos cruzó, providencialmente, un Office Max, en donde nos informaron que podían sacar la impresión y las reproducciones. Aparte la premura, parecíamos salvados.
Nos pusimos manos a la obra. Mientras Gustavo lidiaba con los problemas de formato, de márgenes, de impresión (la chica responsable y la gerente tenían mucha disposición pero una capacitación muy pobre), yo me fui a buscar algo con qué darle alguna presentación a los documentos. Me encantan esas papelerías enormes, con pasillos enteramente dedicados a plumas, lápices, colores, gomas y un desesperante etcétera cuando tiene uno el tiempo encima.
Encontré unos sobres de mica roja muy monos: perfectos el color y el formato. "Dime que tienes cien de estos", le dije al encargado. "Rojos solo tengo 30, pero blancos sí tengo 100", dijo, mientras verificaba las existencias en un programa sofisticadísimo que le daba incluso la disponibilidad en otras tiendas. Cuando lo ví subido a una larguísima escalera lidiando en las alturas con cajas de cartón empecé a dudar de la sofisticación de su inventario, y esa duda se confimó cuando me dijo que el sistema tenía mal cargado el color de los sobres y que solo tenía verdes (y el verde era, créanme, espeluznante). Ya casi resignada a sacrificar presentación por puntualidad, me topé con unas micas transparentes con costilla negra que lucían muy pro. "De esos solo tengo 90", dijo ya compungido el joven, "pero en la tienda de Donceles..." Lo interrumpí con un sonrisa. "Dame los 90 y 10 de los rojos".
Eran las 10:30, las copias salían con una placidez de sábado por la mañana y ponerle la costilla a las micas ya con los documentos resultó una labor mucho más ardua de lo que habíamos previsto. Invadimos sin ninguna elegancia el mostrador del establecimiento y atizábamos continuamente a la encargada para que nos fuera dando las copias mientras salían. Empezaron a sonar los celulares. Ya vamos, ya vamos.
Corrimos al estacionamiento con la mitad de las costillas de fuera, corrimos de regreso a la tienda a conseguir cambio para pagar el estacionamiento, logramos sacar el coche rumbo a la Glorieta de Colón y mientras Gustavo infringía cuanta señal de tránsito obstruyera nuestro apuro (sólo fue una, lo juro), yo seguía encostillando el material, mientras recordaba un cuento de mi infancia donde la joven debía tejer once camisas de cardos antes del amancer para que sus once hermanos no se convirtieran nuevamente en cisnes salvajes.
Eran las 11:10 cuando entramos al salón y la proverbial impuntualidad de mi pueblo operó a nuestro favor para que pocos asambleístas se percataran de que aún traíamos un par de costillas al aire. Todavía hubo que resolver otros asuntos ahí: el sonido, la comida, pero el resto del equipo se encargaba de eso y los documentos aguardaban ya en cada uno de los lugares, flamantes y peinaditos.
Con todo, me quedo con la impresión de que Herodes debió buscar a Murphy en lugar de perder el tiempo tras el niño Jesús.
Eran las 9:15. Llegamos a República del Salvador y la imagen de la calle cerrada, levantado el asfalto y las banquetas, atiborrada de maquinaria y tubería, empezó a darnos comezón. Entramos por Venustiano Carranza, encontramos un estacionamiento relativamente cerca, y nos dispusimos a atravesar ese singular pantano urbano en que estaban convertidas las calles sin la seguridad del cemento bajo los pies. Lumen estaba abierto, como habían prometido, así que la reciente aventura entre el fango prometía ser la única de la mañana. "Buenos días, necesitamos una impresión digital". El hombre apenas detuvo su trajinar entre las mesas detrás del gran mostrador. "¡Uy! No ha llegado el encargado. Como a las 11 llega, yo creo". "Nos dijeron ayer por teléfono que abrían desde las 9". "Pues sí, pero no ha llegado. Busque al joven de la camisa azul". Con esas señas fuimos a buscar al gerente.
Todavía sin perder la urbanidad, pero ya alarmados, le explicamos nuestro apuro:
-Tengo dos turnos, nos explicó, y el muchacho de la mañana no ha llegado.
-Hablé por teléfono ayer y me dijeron que sí tenían el servicio desde las 9.
-Sí hay el servicio. Pueden esperar a que llegue el encargado.
-Necesitamos 100 reproducciones para antes de las 10:30 de la mañana. Ayúdenos a resolver este asunto.
-Pues no ha llegado el chavo y no es mi culpa.
Ni un intento por localizar al "chavo" o por ver si él mismo podía operar el equipo. Solo le faltó rascarse la barriga y su mirada de "háganle como puedan" terminó con mi ánimo constructivo. Gustavo se me adelantó: "No manches. Yo quiero trabajar aquí", disparó y salió del establecimiento.
No teníamos plan B y ahora transitar por entre los charcos y las tripas de PVC no resultaba tan divertido. El reloj corría delante nuestro y la misión de tener el material a tiempo y mínimamente presentable parecía imposible. En el camino se nos cruzó, providencialmente, un Office Max, en donde nos informaron que podían sacar la impresión y las reproducciones. Aparte la premura, parecíamos salvados.
Nos pusimos manos a la obra. Mientras Gustavo lidiaba con los problemas de formato, de márgenes, de impresión (la chica responsable y la gerente tenían mucha disposición pero una capacitación muy pobre), yo me fui a buscar algo con qué darle alguna presentación a los documentos. Me encantan esas papelerías enormes, con pasillos enteramente dedicados a plumas, lápices, colores, gomas y un desesperante etcétera cuando tiene uno el tiempo encima.
Encontré unos sobres de mica roja muy monos: perfectos el color y el formato. "Dime que tienes cien de estos", le dije al encargado. "Rojos solo tengo 30, pero blancos sí tengo 100", dijo, mientras verificaba las existencias en un programa sofisticadísimo que le daba incluso la disponibilidad en otras tiendas. Cuando lo ví subido a una larguísima escalera lidiando en las alturas con cajas de cartón empecé a dudar de la sofisticación de su inventario, y esa duda se confimó cuando me dijo que el sistema tenía mal cargado el color de los sobres y que solo tenía verdes (y el verde era, créanme, espeluznante). Ya casi resignada a sacrificar presentación por puntualidad, me topé con unas micas transparentes con costilla negra que lucían muy pro. "De esos solo tengo 90", dijo ya compungido el joven, "pero en la tienda de Donceles..." Lo interrumpí con un sonrisa. "Dame los 90 y 10 de los rojos".
Eran las 10:30, las copias salían con una placidez de sábado por la mañana y ponerle la costilla a las micas ya con los documentos resultó una labor mucho más ardua de lo que habíamos previsto. Invadimos sin ninguna elegancia el mostrador del establecimiento y atizábamos continuamente a la encargada para que nos fuera dando las copias mientras salían. Empezaron a sonar los celulares. Ya vamos, ya vamos.
Corrimos al estacionamiento con la mitad de las costillas de fuera, corrimos de regreso a la tienda a conseguir cambio para pagar el estacionamiento, logramos sacar el coche rumbo a la Glorieta de Colón y mientras Gustavo infringía cuanta señal de tránsito obstruyera nuestro apuro (sólo fue una, lo juro), yo seguía encostillando el material, mientras recordaba un cuento de mi infancia donde la joven debía tejer once camisas de cardos antes del amancer para que sus once hermanos no se convirtieran nuevamente en cisnes salvajes.
Eran las 11:10 cuando entramos al salón y la proverbial impuntualidad de mi pueblo operó a nuestro favor para que pocos asambleístas se percataran de que aún traíamos un par de costillas al aire. Todavía hubo que resolver otros asuntos ahí: el sonido, la comida, pero el resto del equipo se encargaba de eso y los documentos aguardaban ya en cada uno de los lugares, flamantes y peinaditos.
Con todo, me quedo con la impresión de que Herodes debió buscar a Murphy en lugar de perder el tiempo tras el niño Jesús.
lunes, agosto 13
Dan ganas de hacer limpieza completa
levantar la cama
y mover los muebles,
vaciar cajones,
tirar los ganchos.
Será que hay que revisar los resquicios
o que esos días se levanta uno al revés
descontenido.
Será que la luna
proyecta la sombra
del hueco en el estómago
del oído repleto de sonidos
de las manos llenas (de otras manos).
Será que eso que se siente
no es más que esta incompletitud sin remedio
que unos nublan con una sonrisa
y otros colman jalando del gatillo
y los demás no sabemos qué hacer.
Por eso a veces este sacar y meter de cajones
hasta que nos parece haber encontrado algo.
levantar la cama
y mover los muebles,
vaciar cajones,
tirar los ganchos.
Será que hay que revisar los resquicios
o que esos días se levanta uno al revés
descontenido.
Será que la luna
proyecta la sombra
del hueco en el estómago
del oído repleto de sonidos
de las manos llenas (de otras manos).
Será que eso que se siente
no es más que esta incompletitud sin remedio
que unos nublan con una sonrisa
y otros colman jalando del gatillo
y los demás no sabemos qué hacer.
Por eso a veces este sacar y meter de cajones
hasta que nos parece haber encontrado algo.
jueves, agosto 2
Habría que gritarle que se calle
que no escriba más
pero apenas lo conoces y no vas a decirle
que las palabras que se forman en tu pantalla
son sombra de otras palabras;
no le vas a contar
en parte porque apenas lo conoces
y también para seguir escuchando.
Habría que escribirle que se calle
que los recuerdos que te cuenta no le pertenecen
que convocan un fantasma delgadísimo
que corta limpiamente tu convalescencia.
Habría que decirle que se calle
pero no quieres detener ese dulzor que te abrasa
o es que cuando empezó a contarte
ese instante
se parecía tanto a la muerte.
Habría que decirle que se calle
pero no vas a hacerlo para poder decirte a ti misma
después de apaciguado el cardumen que despertó aquella tarde:
Sobreviví.
que no escriba más
pero apenas lo conoces y no vas a decirle
que las palabras que se forman en tu pantalla
son sombra de otras palabras;
no le vas a contar
en parte porque apenas lo conoces
y también para seguir escuchando.
Habría que escribirle que se calle
que los recuerdos que te cuenta no le pertenecen
que convocan un fantasma delgadísimo
que corta limpiamente tu convalescencia.
Habría que decirle que se calle
pero no quieres detener ese dulzor que te abrasa
o es que cuando empezó a contarte
ese instante
se parecía tanto a la muerte.
Habría que decirle que se calle
pero no vas a hacerlo para poder decirte a ti misma
después de apaciguado el cardumen que despertó aquella tarde:
Sobreviví.
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