Sobre Moneda rumbo a la Merced, pasando por Santa Inés, el palacio del Arzobispado (donde el mito guadalupano se institucionalizó), la casa de la primera imprenta, la calle de Correo Mayor, la Academia de San Carlos (ese recorrido de Posada, Orozco, Rivera, Frida) se distingue a lo lejos en la bocacalle el típico manto de los altares guadalupanos. Ya más cerca se nota que la tela no es verde con dorado, sino negra; un tul negro tachonado con flores plateadas y negras. ¡La Santa Muerte! Una ofrenda casi vudú se extiende a los pies de una enorme efigie de la descarnada en cuyas muñecas porta listones de color (igualitos a los de San Charbel) y pulseras Livestrong; estatuillas de diversos tamaños flanquean la ofrenda, presidida por lustrosas manzanas. De espaldas al zócalo, sus cuencas vacías tranzan nuestro rumbo.
Los ambulantes en la banqueta ofrecen los productos más modernos; sin embargo, su entorno los colorea de sepia. Ya la esquina de Moneda y Santísima pertenece a otro tiempo. Una iglesia la domina con su fachada churrigueresca; el boato del frente lo desmiente su saqueado interior: unos candeleros góticos, las descoloridas cúpulas y una grieta en lo alto, de cabecera a frontispicio. En la columna izquierda del altar, la inscripción grabada en la piedra: Sigue. La fábrica de iglesias del año 17** (los asteriscos son de mi mala memoria). La salida del costado nos descubre un graffiti plúmbago y matorrales pastando en las añosas caderas de la Iglesia de la Santísima.
Confesada mi hambre cuadras antes, vamos a comer unos deliciosos tlacoyos con queso y chile guajillo. La nuevura del local recién remodelado contrasta con las construcciones aledañas, eminentemente coloniales. Reemprendemos la marcha saboreando un agua de chilacayote, cuyo sabor creí sepultado para siempre en los recuerdos de infancia. Ya no sé el nombre de las calles; esas son preocupaciones de una época que quedó manzanas atrás. Las calles son cada vez más estrechas, hasta convertirse en callejones de milagro. Tras las puertas abiertas cantinas setentonas, vecindades de patios soleados y escaleras de piedra; al fondo, la torre de San Pablo. Pasando el callejón no hay ambulantaje, la gente compra los víveres del día en la tienda de la esquina, frutas y verduras exhibidas ordenadamente al pie de unas estrechísimas entradas.
Tampoco recuerdo si el casco de una hacienda del siglo XVII con escudo de armas y puente frontal y el antiguo acueducto están antes o después, pero sí recuerdo claramente la sorpresa que guardaba la Casa de la Talavera que fue casa del marqués de Aguayo, fábrica de textiles, curtiduría de piel, fábrica de loza de talavera, casa de recogimiento de mujeres casadas, escuela Gabino Barreda y bodega de La Merced, como informa de corridito el encargado de este Museo de Sitio, en su basamento conviven dos periodos aztecas y uno colonial. Las paredes guardan el recuerdo del decorado de lo que fue un tapanco. Obcecados en mirar el resto, trasponemos la reja de la esquina a la izquierda: un golpe de luz bermellón sobre el patio interior empedrado y lleno de plantas, dos niños jugando y un pozo, seco. En lo alto de una puerta vidriera leemos: “Ave María Purísima”.
A dos cuadras de ahí, el Ex-Convento de la Merced, cerrado, ocultas tras enormes biombos las columnas talladas de su patio central. Por la calle de los niños Dios, volvemos sobre nuestros pasos hasta el antiquísimo barrio de Mixcalco, donde en un tiempo hubo baños sauna que frecuentaban luchadores y boxeadores de los barrios aledaños; ahí, en un local que habría pasado desapercibido para cualquiera menos para el conocedor ojo de mi guía, compramos un delicioso pan de la Huasteca: carteras de queso, pan de piloncillo. Rico, de verdad. Ya con nuestro lembas en la faltriquera, pasando por la escuela de ciegos, llegamos a la plaza de Loreto, delimitada por la iglesia de la Salud, unos viejísimos portales y el Templo de Loreto.
En el centro de la plaza hubo alguna vez una fuente de cuatro surtidores, donde los habitantes del barrio se abastecían de agua. La sustituye otra que, no obstante ser obra del arquitecto Manuel Tolsá (según la página electrónica de la Delegación Cuauhtémoc), aunque bella, luce seca y descuidada; alrededor, los sillares de piedra son un cuadro costumbrista: en un extremo un grupo de prostitutas cotorrea; frente a ellas una familia descansa de la compra sabatina, hombres leyendo el periódico al lado de una mujer vestida pulcramente de café, que muy seria sostiene su bolsa sobre su regazo pudoroso, prostituta también. Los diableros transforman su vehículo en cama temporal sobre el pasillo que nos lleva al frente del Templo que está inclinado hacia su costado derecho. Los vitrales del crucero, en la base de la altísima cúpula, son de una belleza gótica; frente a nosotros, cubierto, el espejo que debía exhibir las llagas de un Cristo casi desvanecido en su silla.
Siguiendo por San Ildefonso, la Universidad Obrera en cuyo patio interno la efigie de Lombardo Toledano me contempla desde mi pasado; al lado, el antiguo colegio de San Pedro y San Pablo que solamente se puede ver desde afuera porque “no es museo”, con su piedra labrada. ¡Cómo hay imágenes talladas en los edificios del centro! Nichos en las esquinas, medallones en las fachadas, testimonios que contemplamos sordos de no entender. Si los recuerdos que habitan aquí fueran míos, habría niños jugando futbol y tal vez... pero no, no me pertenecen.
De ahí al barrio de los Estudiantes hay un paso. Donde hubo alguna vez casas de huéspedes para estudiantes, nombres como José Martí, Juan de Dios Peza, Manuel Acuña, Gutiérrez Nájera, Servando Teresa de Mier son exiguamente recordados en inscripciones patrocinadas por El Buen Tono, S.A. Aquí vivió, aquí murió, aquí está enterrado. Sorprende no encontrar más nada en la esquina donde murió de amor Manuel Acuña, donde vivió su época más feliz José Martí (Vitier y Ayala dixit), donde se reunía con Gutiérrez Nájera, donde Juan de Dios Peza escribió su “La vida pasa y el mundo rueda, / y siempre hay algo que se nos queda / de tanto y tanto que se nos va”, donde reposa al lado de la Inquisición el que pasó su vida escapando de ella.
Aunque la caminata no fue larga estoy agotada emocionalmente. Cada esquina, cada plaza, cada edificio albergan tal historia y tal concentración estética que todavía no logro asimilar. Escribiendo esto me queda claro que tengo que volver, debo buscar el eco de mi voz en esas calles.
* * *
Ya de regreso en el siglo, nos sentamos a conversar en una terraza a espaldas de Catedral. Las nubes que nos seguían los pasos ya cubren con su dosel de pizarra el horizonte. De pronto, tímido, aparece un arcoiris con un pie en el campanario y otro en el rumbo de Loreto: parece un agradecimiento o tal vez una invitación. El Tigre Famélico habría dicho que era nuestra conversación proyectada en el cielo.
martes, julio 19
sábado, julio 16
El otro centro histórico. Preludio II
Te he dicho Mar, que detrás de cada piedra la humedad forma fantasmas que persiguen los flashes de las fotografías que despiertan a los santos presos en los altares. Porque todo parece de piedra, hasta la madera olorosa que con el tiempo se transformó en confesionario o en cruz o en puerta labrada. Será que a los ángeles les gusta el olor de cedro y las escaleras retorcidas y subir como nosotros a escuchar de cerca las campanas, su voz mineral, oxidada, bélica. ¿Escuchaste Mar? Se escuchan los ruidos de los pasitos de los pies de oro que las mujeres de cera colgaron a los pies del santísimo. O el sonido de los corazones milagrosos que laten (pum pum) en los miles de pechos de San judas. El diablo –decía mi padre- vivía en las criptas de la catedral, encadenado ¿será que el frío que se siente es para provocarle al diablo un resfriado? Subamos más, hacia los techos de las palomas y las torres de marfil y de cantera, donde la campana condenada al silencio nos puede contar en voz baja y al oído su triste historia de asesina imprudencial.
Desde aquí podemos ver ese enjambre de gente que parece caminar en círculos, esa multitud de cargadores que arrastran sus feroces diablos dejando brechas de vacío que se vuelven a llenar inmediatamente. Y las cúpulas, Mar, las cúpulas que parecen chipotes de esta ciudad que se mueve siempre, que se despierta tarde como un pueblo, con un bostezo estrepitoso de patas de pollo, de tortas de tamal y de ropa usada y películas pornográficas. Desde aquí vemos toda la falta que hace el cielo, los nervios agitados, los golpes en las espinillas en cada puesto ambulante, vemos también los armatostes metálicos plagados de bisutería, de flores falsas, de calcetines, de tallas y colores. Poco gris, casi nada, las lonas son las nuevas calles rojas, azules y verdes. Poco gris, Mar y para el color es espléndido. Bajemos pues por esas escaleras intestinadas y por los mapas de mugre de las paredes internas de la catedral. Dejémosle un candado al Santísimo para que calle a los grillos, a las sirenas y a las bocinas necias que suenan asmáticas en las calles. Y de paso, si el tiempo lo permite, colguemos Mar, un listón anaranjado a los pies de San Charbel para que las campanas no sufran de ronquera y sigan, como hace quinientos años, gritando eufóricas, el Ángelus que hace que la gente cambie los “Buenos días” por las “Buenas tardes”.
AA
Desde aquí podemos ver ese enjambre de gente que parece caminar en círculos, esa multitud de cargadores que arrastran sus feroces diablos dejando brechas de vacío que se vuelven a llenar inmediatamente. Y las cúpulas, Mar, las cúpulas que parecen chipotes de esta ciudad que se mueve siempre, que se despierta tarde como un pueblo, con un bostezo estrepitoso de patas de pollo, de tortas de tamal y de ropa usada y películas pornográficas. Desde aquí vemos toda la falta que hace el cielo, los nervios agitados, los golpes en las espinillas en cada puesto ambulante, vemos también los armatostes metálicos plagados de bisutería, de flores falsas, de calcetines, de tallas y colores. Poco gris, casi nada, las lonas son las nuevas calles rojas, azules y verdes. Poco gris, Mar y para el color es espléndido. Bajemos pues por esas escaleras intestinadas y por los mapas de mugre de las paredes internas de la catedral. Dejémosle un candado al Santísimo para que calle a los grillos, a las sirenas y a las bocinas necias que suenan asmáticas en las calles. Y de paso, si el tiempo lo permite, colguemos Mar, un listón anaranjado a los pies de San Charbel para que las campanas no sufran de ronquera y sigan, como hace quinientos años, gritando eufóricas, el Ángelus que hace que la gente cambie los “Buenos días” por las “Buenas tardes”.
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jueves, julio 14
Espacio para publicidad
¡Hoy es! ¡Hoy es!
Léase con la tonada de "A-Mo-A-To", palmoteando y brincoteando de un pie a otro, con estilo por favor. Si la coordinación motriz es baja, puede dar brinquitos con los dos pies juntos; eso sí, el palmoteo es imprescindible.
La cara debe ser como la de un perro a punto de recibir un pedazo de chorizo. Si los cánidos no son lo suyo, acuérdese de la primera vez que cobró por un trabajo. Si esta situación tampoco le es familiar, prenda la televisión en Discovery Channel y espere un documental sobre tortugas tomando el sol.
Si la tonadita, el palmoteo y lo demás no es una opción para usted, lea este post de corrido y prepárese para asistir, que eso sí es obligatorio.
Si después de todo esto no tiene pensado ir, usted se lo pierde.
¡Allá nos vemos!
domingo, julio 10
El otro centro histórico. Preludio.
-Ese retablo solamente puede describirse con sonetos gongorinos.
-¿Y ésta parte del centro?
-A lo mejor en prosa, pero se necesita una voz muy fuerte y a mí me salen pinceladas. Además he pasado toda mi vida aquí, me es muy entrañable; para mí este es el verdadero centro histórico. Me es muy cercano.
-¿Crees que necesitarías alejarte para contarlo?
-Sí tal vez. Pero si me fuera quisiera regresar a morirme aquí.
* * *
El campanario de la catedral es sobrecogedor desde la entrada: una pesada puerta de hierro detrás de la que se adivinan calabozos medievales franquea el paso a una escalera de caracol pétreo. La gente que viene detrás me impide detenerme a contemplar la bóveda con calma y atisbo apenas el yeso desconchado en las paredes. Sesenta escalones después, un descanso y otros más nos llevan a la torre oriente. La mirada queda cautiva por la escalera de cedro rojo, espiral dieciochesco que asciende hasta la cúpula, toda la madera ensamblada, sin clavos. Conozco las campanas cuyos ecos adornan diariamente el zócalo capitalino: Doña María de acentos dulces, la grave Don José. Felinos urbanos, nos desplazamos sobre las cúpulas de la catedral para contemplar la ciudad. “Allá se ve Loreto, allá está la iglesia del Carmen, ahí San Ildefonso” anticipa Armando nuestro recorrido.
Los campaneros de la Catedral no gastan joroba. El encargado de tañer la campana mayor con su badajo de doscientos veinte kilos, viste corbata y Nextel; sudoroso después de los cinco minutos del Ángelus se soba los brazos adoloridos. “¿Qué hace cuando no está tocando campanas?” le pregunto. “Trabajo en seguridad, pero cuando no hay voluntarios me toca ayudar acá arriba”. Continuamos a la torre poniente donde mora una campana de vuelta completa cuya corona de madera y hierro cobró la vida de un voluntario. Le retiraron el badajo durante cincuenta años y aunque hace dos que le devolvieron la voz, aún se la conoce como La Campana Castigada.
De regreso en la calle, emprendemos nuestro camino sobre la calle de Moneda más allá de la Soledad hacia el otro centro histórico.
-¿Y ésta parte del centro?
-A lo mejor en prosa, pero se necesita una voz muy fuerte y a mí me salen pinceladas. Además he pasado toda mi vida aquí, me es muy entrañable; para mí este es el verdadero centro histórico. Me es muy cercano.
-¿Crees que necesitarías alejarte para contarlo?
-Sí tal vez. Pero si me fuera quisiera regresar a morirme aquí.
* * *
El campanario de la catedral es sobrecogedor desde la entrada: una pesada puerta de hierro detrás de la que se adivinan calabozos medievales franquea el paso a una escalera de caracol pétreo. La gente que viene detrás me impide detenerme a contemplar la bóveda con calma y atisbo apenas el yeso desconchado en las paredes. Sesenta escalones después, un descanso y otros más nos llevan a la torre oriente. La mirada queda cautiva por la escalera de cedro rojo, espiral dieciochesco que asciende hasta la cúpula, toda la madera ensamblada, sin clavos. Conozco las campanas cuyos ecos adornan diariamente el zócalo capitalino: Doña María de acentos dulces, la grave Don José. Felinos urbanos, nos desplazamos sobre las cúpulas de la catedral para contemplar la ciudad. “Allá se ve Loreto, allá está la iglesia del Carmen, ahí San Ildefonso” anticipa Armando nuestro recorrido.
Los campaneros de la Catedral no gastan joroba. El encargado de tañer la campana mayor con su badajo de doscientos veinte kilos, viste corbata y Nextel; sudoroso después de los cinco minutos del Ángelus se soba los brazos adoloridos. “¿Qué hace cuando no está tocando campanas?” le pregunto. “Trabajo en seguridad, pero cuando no hay voluntarios me toca ayudar acá arriba”. Continuamos a la torre poniente donde mora una campana de vuelta completa cuya corona de madera y hierro cobró la vida de un voluntario. Le retiraron el badajo durante cincuenta años y aunque hace dos que le devolvieron la voz, aún se la conoce como La Campana Castigada.
De regreso en la calle, emprendemos nuestro camino sobre la calle de Moneda más allá de la Soledad hacia el otro centro histórico.
lunes, julio 4
Otro de Innombrables
l principio fue sólo un deseo; pero ahora estaba ahí. Una brillante luz lo deslumbró. Sus ojos se habían acostumbrado, aun a través de los párpados, a la obscuridad casi completa de su entorno.
Su cerebro registró una sensación extraña en la piel. Dolía. No tenía forma de saber que era el frío de la nueva atmósfera. Un repentino ardor en los pulmones le hizo emitir un grito. Pero no murió.
Durante el largo viaje un complejo código había venido capacitando su cerebro para responder adecuadamente en el instante preciso. El propio instinto de supervivencia debía hacer lo suyo; el precio de cualquier falla era la vida. Una maniobra sencilla lo liberó del ducto, último vínculo con su cápsula protectora, lanzándolo a la incertidumbre de su nueva independencia.
Todo eso no lo supo en ese momento, sino mucho después de haber pronunciado su primera palabra: Mamá.
Su cerebro registró una sensación extraña en la piel. Dolía. No tenía forma de saber que era el frío de la nueva atmósfera. Un repentino ardor en los pulmones le hizo emitir un grito. Pero no murió.
Durante el largo viaje un complejo código había venido capacitando su cerebro para responder adecuadamente en el instante preciso. El propio instinto de supervivencia debía hacer lo suyo; el precio de cualquier falla era la vida. Una maniobra sencilla lo liberó del ducto, último vínculo con su cápsula protectora, lanzándolo a la incertidumbre de su nueva independencia.
Todo eso no lo supo en ese momento, sino mucho después de haber pronunciado su primera palabra: Mamá.
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